
Siempre me ha fascinado la lluvia. Su sonido al golpear el suelo, el olor a tierra mojada, la forma en que lo transforma todo. Hay algo en ella que me relaja, que me calma. Pero, al mismo tiempo, despierta en mí un conflicto silencioso.
Porque aunque la lluvia me encanta, rara vez me permito mojarme.
Siempre busco resguardarme bajo un techo, el paraguas, evitar que mi ropa se empape, que el agua me incomode. Como si mojarme fuera un problema y el agua fuese a hacerme daño. Como si permitirme sentir la lluvia fuera algo que debería evitar.
¿Te resuena este sentimiento con algo? ¿Miedo por sentir en el amor quizás? Vuelve a leer todo el párrafo desde el principio y cambia la palabra lluvia por amor.
El beso bajo la lluvia
Me pregunto: ¿por qué en el cine nos venden esa escena del beso bajo la lluvia como el epítome del romance, de la entrega, de la pasión?
Porque, en el fondo, la lluvia representa lo que más nos cuesta: soltar el control, dejarnos llevar y sentir sin miedo.
Cuando la lluvia nos enfrenta a lo que evitamos
Mojarnos con la lluvia es impredecible. Es perder la perfección del peinado, es no saber qué pasará con la ropa, es sentir frío sin planearlo.
Y a veces, en la vida, nos pasa igual. Queremos sentir, pero sin mancharnos. Queremos amar, pero sin exponernos. Queremos vivir experiencias intensas, pero con garantías de que no nos harán daño.
Por eso, un beso bajo la lluvia es simbólico.
Porque en ese momento, por fin dejamos de pensar. No hay filtros, no hay expectativas, no hay estrategia. Solo hay piel, agua, latidos acelerados. Nos olvidamos de cómo deberíamos sentir y simplemente sentimos.
Es la primera vez que alguien te abraza y en lugar de pensar en lo que viene después, te quedas en el ahora, estás en el presente. Es la primera vez que os miráis con intensidad y no dudáis si sois suficientes. Es el instante en que no importa si te mojas.
Solo estás ahí, en un momento donde toda la vida cabe en un segundo.
Miedo al romanticismo: ¿por qué nos cuesta tanto entregarnos?
Nos han hecho creer que el romanticismo es cursi, que el amor es peligroso, que sentir demasiado es exponernos demasiado. Nos refugiamos en la ironía, en la distancia, en el "yo no necesito a nadie". Y quizás lo decimos porque, en el fondo, nos aterra que algo nos importe tanto.
¿Y si me rompen?
¿Y si me dejo llevar y luego me quedo sola?
¿Y si el amor no es más que una historia inventada?
Pero… ¿qué si no lo es?
¿Qué si el amor, el de verdad, solo existe cuando nos atrevemos a dejar de escondernos?
La vida no está hecha para verla desde la ventana
Nos pasamos la vida observando todo, en la mente. Analizando, calculando, evitando riesgos. Pero ¿cuántas cosas increíbles nos estamos perdiendo por no atrevernos a soltar?
La lluvia no es el enemigo. El miedo a mojarte, sí.
¿Cuántas veces me ha frenado ese miedo? ¿Cuántas oportunidades he dejado pasar por no querer “mojarme”?
La vida no es una película donde siempre sabemos el final. A veces toca meterse en la tormenta, mojarse hasta los huesos, temblar un poco y darse cuenta de que no pasa nada. De que todo sigue. De que el agua se seca, pero la sensación de haberte permitido vivir se queda contigo para siempre.
Baila la lluvia, siente
Así que, ¿qué pasaría si dejamos de evitar la lluvia y empezamos a bailarla?
Si dejamos de preocuparnos por el qué dirán. Si nos atrevemos a besar sin pensar en el después. Si amamos sin miedo a perdernos, pero también sin miedo a perder.
Porque si algo he aprendido es esto:
La magia no está en la lluvia. Está en cómo decides vivirla.
Así que la próxima vez que empiece a llover, no corras. No busques refugio.
Cierra los ojos.
Respira.
Déjate mojar.
Y si tienes la suerte de compartir ese momento con alguien, bésale.
Siente la lluvia. Siente el beso.
Siente la vida.
Porque la magia no está en la lluvia.
Está en cómo decides vivirla, con o sin paraguas (miedo).
Ingrid